Mosaicos es una representación de la diversidad familiar: desde sus conflictos y lazos, hasta sus preferencias. Es un aporte al teatro con una visión fresca —podría atreverme a decir que renovadora—. Acompañada de un playlist interesante, con sonidos estridentes que van desde el chikipunk hasta melodías suaves que acompañan las escenas.
La historia de una cena familiar se convierte en un vertedero de tensiones y secretos que dejan de serlo. Una noticia de fondo desbarata las dos trincheras: la del novio, que viene de una relación resquebrajada con su padre, y la de la novia, que mantiene una relación singular con su madre, quien parece ser una hippie que navega hacia donde la llevan el viento y el arte, por supuesto.
Con pocos elementos en el escenario, algunos cambios de vestuario y luces —que no se sienten al ojo del espectador—, todos estos aspectos ayudan a que la atención se centre en la actuación. Es un libreto sencillo, pero no me malinterpreten: esta no es una tarea fácil. Hablo de un lenguaje práctico y universal.
El nivel de actuación no desentona con el elenco, conformado por Katerina D'Onofrio, Nicolás Fantinato, Alejandro Mejía y Camila Vinatea. El desglose de cada interpretación nos lleva, por ejemplo, a odiar a Fantinato con su posición autoritaria y conservadora: un padre acartonado, futbolero, con una personalidad que repele con solo verla. Pero eso sí, muy bien representado. Según mi apreciación, si sales sintiendo alguna animadversión por algún personaje, la obra —en cuanto a conjunto y dirección— ha cumplido bien su trabajo.
Escribo ahora, luego de algún tiempo de haberla visto, porque necesitaba revisitarla en mi cabeza, con distancia, para no dejarme arrastrar por lo abrasadora que puede ser sentimentalmente tras salir de esa sala.
¿Si la recomiendo? Por supuesto. Ni el frío es una excusa: tomen sus abrigos y vayan a verla. Tal vez me equivoque con mi tenue apreciación, pero, en tal caso, vayan, miren y saquen sus propias conclusiones.