Una persona del equipo de
producción sube al tercer escalón y pide que pasen los primeros diez números
entregados. Estoy entre los números medios. El tipo que me antecede entrega su
boleto en la puerta y dice “buenos días”, la joven en el marco de la puerta con
varias entradas en la mano se ríe y responde, “buenas noches”. Ya en los asientos,
giro la cabeza para reconocer el lugar, el club es tan acogedor como en mis
recuerdos.
Suena la tercera llamada y se
apagan las luces. Una historia ha comenzado a contarse. Dos jóvenes se comunican
a través de un chat, dos seres que se unen por la casualidad o con la única
intención de sentirse acompañados. Las mentiras se convierten en parte del
lenguaje habitual. Los mensajes en doble sentido, la trama que rodea el romanticismo,
la distancia que hay entre ambos personajes, el dolor, los ansiolíticos y el
insomnio.
Una actuación a la medida, un
guion que me compromete como espectador. Una sala que me llena de nostalgia. Hay
un único arrepentimiento y es, no haber venido antes de la función de cierre.
Es de estas obras que me gusta ver más de una vez, pero no hay vuelta atrás.
Truenan los aplausos, se
encienden las luces. Tengo que volver a casa y enfrentarme a la realidad, ser
una persona diferente cada vez que conozco a alguien más. Las mentiras son también
la exageración y el silencio de la omisión. Entonces, la pregunta es ¿cuánto hemos mentido en
la vida?